lunes, 5 de mayo de 2014

El Oso y el Gitano


Podría decir que carezco de recuerdos antes de esta época. Seguramente pasaron muchas cosas, evidentemente irrelevantes a los ojos de un niño de 5 años. Yo.

Es la primera casa de la que me acuerdo aunque hay historias sobre una casa en San Ángel. Habrá que creerles. Vivíamos entonces en un departamento en la calle Bahía de Todos los Santos, mi mamá, mi hermano y yo. Realmente no me acuerdo de la configuración del departamento ni del color del edificio, pero lo que quedó grabado en mi memoria fueron algunos pocos eventos como : el día en que una bicicleta me atropelló, el día en que mi madre me anunció que se había casado y el gitano con un oso. Hoy voy a contar de lo último y dejaré para otras ocasiones las dos historias restantes.

Si bien poco me acuerdo de ese año, yo diría que era 1964, cuando yo tenía 5 años. El color del edificio se me escapa pero mi memoria dibuja una calle con muchos árboles, muy tupidos. Y teníamos una muchacha (me acuerdo porque en dos de mis tres eventos ella era mi acompañante). De la muchacha no me acuerdo su nombre, no por falta de respeto ni de atención sino por reducción del número de de mis neuronas activas hoy en día. Casi nada me acuerdo del jardín de niños al que iba, con una reja amarilla, pero de lo que sí me acuerdo es del gitano con el oso.

A esa corta edad todo se me hacía grande. La calle, los autos, la entrada de la casa y, obviamente,  el oso. Un día estaba yo con la muchacha en la entrada del edificio haciendo quien sabe qué, cuando a la distancia se escucha la música de un tamborín que, obviamente hizo que toda mi atención se fijara hacia el origen de la misma. No se veía nada pero se oía el armonioso ritmo que se hacía mas fuerte y mas fuerte. Mi excitación crecía proporcionalmente a los segundos que pasaban cuando la música se acercaba -aunque creo que no se necesitaba mucho para encender mi ánimo y curiosidad-.

Finalmente pude ver que venía un hombre moreno, con gran sombrero bastante gastado negro, tipo mascota y que orgullosamente cargaba polvo de todos los lugares que había visitado. El hombre vestía con una camisa blanca, una pañoleta roja en la cintura y unos pantalones que le quedaban rabos -o eso pensé en ese momento-. Gran bigote cargaba este hombre curtido por el tiempo. Pero él no era lo que llamaba a mi curiosidad sino que el hombre traía en la mano una cadena larga que terminaba en un bozal que cerraba la enorme mandíbula de... un oso negro. ¡Un oso!

Mis emociones se confundieron todas. Una parte de mi quería irme de ahí inmediatamente pero la otra estaba fascinada con la criatura. Miedo y curiosidad. Mi instinto hizo que me escudara atrás de la falda de la muchacha sin quitar el ojo de la bestia negra. La bestia negra no tenía francamente ningún interés en la gente que había formado un gran círculo alrededor de ellos y mucho menos en mí, que probablemente le representaba algo así como la menta que te dan en los restaurantes cuando ya has comido y sales del lugar -de esos que a veces te comes y a veces guardas en tu bolsillo para que sea fiel compañero de tus pantalones ya que nunca te acuerdas de que la traes-. Si se iba a comer a alguien, sería a la muchacha que cargaba muchos kilos entre su osamenta y la falda que me servía de refugio.

La música había parado y el gitano se alejaba un poco del animal para que en unos minutos tuviera espacio para...bailar. De pronto el hombre comenzó a tundirle golpes a el tamborín (que yo recuerdo como música pero que estoy seguro que no era). Una vez que había agarrado ritmo le gritó quien sabe qué a la bestia que se irguió en dos patas. Era francamente enorme y bastante amenazante...para mi, porque la gente no se movía ni un tantito. Yo di algunos pasos para atrás, poniéndome listo a correr hacia el interior del edificio y, reconozco, dejar a la muchacha a que se las arreglara con el oso. Pero mi curiosidad no disminuía. Mis ojos enormes estaban clavados en el animal. Mi corazón latía como loco (yo creo que por eso me acuerdo tanto) para que, luego de unos escasos minutos la música cesara y el oso regresara a su posición de cuatro patas. La gente aplaudía y el gitano, en vez de agradecer y hacer una reverencia extendía su negro sombrero para que la gente depositara lo que consideraran justo por el espectáculo ofrecido. O sea que me imagino que le interesaba mas el dinero que la fama, no como hoy en día que a los músicos les interesan ambos, con preferencia al dinero.

Ni loco que me acerqué a la bestia, no fuera a ser. La muchacha no se veía ni siquiera interesada en pagar por el espectáculo y mucho menos yo que solo cargaba mi sombra -que tampoco era mucha- No recuerdo si nos metimos al edificio o si el gitano siguió su camino, pero la imagen de ambos está grabada en mis recuerdos.

Ahora donde ya cargo mas años que dinero, creo que mis emociones se encuentran. El recuerdo es vivo y bastante agradable, pero mi corazón se encoge al recordar al oso, prisionero condenado a bailar y bailar.  Bailar y bailar hasta que probablemente su vida se desvaneciera, como mis recuerdos de esa época.












martes, 29 de abril de 2014

Las lecciones de boxeo mas efímeras de la historia



Por allá en 1967 yo tenía ocho años y por alguna razón que desconozco -culparemos a los genes- era yo un niño muy delgado, tímido y un tanto enfermizo. Nada del otro mundo. También tenía un hermano mayor por solamente dos años, suficientes para que él fuera bastante mas grande que yo, bastante mas fuerte -creo que todo el mundo era mas fuerte que yo- y no exactamente mi alma gemela ni mi protector. Al contrario.

Mi madre estaba a cargo de los regalos navideños -cosa que yo no sabía porque todavía creía en Santaclós-. Me encantaba la Navidad. Vivíamos en ese entonces en el cuarto piso, el 402 para ser exactos, de la Avenida Insurgentes Sur. El 76 para evitar confusiones. Mi madre rigurosamente a tiempo armaba nuestro arbolito que era bastante mas alto que yo -aunque creo que no soy como que la escala apropiada para comparar-. El arbolito era plateado, de aluminio, de esos que armabas con las ramas que se atoraban en el  medio que era como un palo de escoba can agujeros, pero plateado .El arbolito era colocado entre la sala y el comedor, lugar donde yo, en las noches en que estaba solo, me acostaba abajo del mismo fascinado por el reflejo de los foquitos navideños que, con suerte, a veces explotaban al contacto con las ramas del arbolito.

Los adornos no variaban realmente. Tenían alguna historia de la que no me acuerdo, pero eran de plástico y regresaban año con año. Un ángel con alas azules y otro con alas rosas que en algún momento fueron rojas, dos reyes magos. Bueno...voy a aclarar...era un rey mago repetido dos veces el mismo- montados en un camello que fue en alguna época café y unas estrellas con el centro de colores. A veces mi mamá complementaba el árbol con algunas esferitas de vidrio de colores que estarían a regresar año con año. Algunas ya estaban un poco descoloridas y no todas sobrevivían las fiestas.

Por fin que llegó el 24 en la noche, o digamos la madrugada del 25, el tan esperado Santaclós. No es que yo lo hubiera visto ni nada así. Es que ya había regalos bajo el árbol tempranito cuando me levanté. No eran muchos regalos-regalos, porque siempre había pijamas y algo de ropa y un par de juguetes para cada quién. No mas no menos y siempre el mismo número de presentes para cada quien. Yo cuidadosamente abría mis regalos procurando no romper el papel mientras que mi hermano abría los suyos en un santiamén. Me tenían que esperar....

Ese año Santaclós fue mas creativo y generoso. Había dejado en el arbolito un regalo para los dos. Así tal cual, para los dos. Una caja mas grande que la de mi regalo o el de mi hermano. Mi madre con una voz de sorpresa y excitación anunció el hecho a lo que los dos nos vimos bastante sorprendidos. Nunca había sucedido tal cosa. Para los dos.

Por supuesto que el primer dilema se produjo a la hora de decidir quien iba  a abrir el misterioso paquete. No me acuerdo como pasó,  pero lo terminó abriendo mi hermano. Yo con mucha atención no despejaba los ojos del paquete y mi ansiedad estaba al máximo. En cuestión de segundos y alrededor de muchos pedazos de papel desgarrados apareció el regalo extra de Santaclós. Me quedé viendo el regalo por unos segundos hasta que mi mamá me preguntó si me los iba a probar o qué. Eran unos guantes de boxear.

Mi hermano ya tenía los suyos puestos, enormes, rojos con blanco. Las blancas agujetas colgaban de cada guante mientras el otro par estaba ahí como esperándome. Mi hermano atizó el fuego presionando para que me los pusiera. Probablemente mis ojos estaban tan grandes como las esferas del arbolito. No entendía que era lo que había pasado. Unos guantes de box.

Cedí, como siempre, y me coloqué los guantes. Para empezar me quedaban bastante grandes. ¿Mencioné que era bastante delgado?. Me los ponía, atolondrado por la insistencia de mi mamá y los apresuramientos de mi hermano, pero mis guantes -muy pesados para mi- daban la vuelta dejando la palma del guante, toda blanca mirando al techo. O sea que mis manos nadaban adentro de los guantes. Mi mamá finalmente me ayudó y me los apretó fuerte. La agujeta daba muchas vueltas a mi muñeca, lo que garantizaba que no se me fueran a salir.

Curioso que a pesar de portar tan distinguido artículo de pelea, yo me sentía bastante desprotegido. Mi hermano estaba listo para el primer round. Yo nó.

Recuerdo que el poder de atención de mi madre era muy limitado y rápidamente se desentendió del asunto para irse a la cocina y prepararse su café. Su rutina diaria. Me quedé pasmado viendo a mi hermano quien ya se había erguido y estaba listo haciendo ruido al chocar sus guante contra guante. Los míos colgaban patéticamente de mis manos. No escuché la campana -no había-, pero en cuestión de segundos mi hermano presentó al guante con mi cara de manera un tanto violenta. Caí al piso, mas atolondrado de lo normal.

Me levanté y mi hermano, que tenía la capacidad de analizar una situación rápidamente, se dio cuenta que la cabeza no era el lugar mas eficiente para divertirse conmigo por un rato. Comenzó una tunda al pecho y al estómago. Para mi el tiempo se  había detenido pero los golpes rompían el silencio en forma repetida. Sentí un golpe fuerte en el estómago que me sacó el aire, por lo que me doblé tratando de recuperarlo. No hubo tal recuperación. Mi hermano aplicó el uno-dos-tres y el tres era... a la cabeza. Fui a dar al medio de la sala donde en el suelo decidí que la mejor estrategia era quedarse en el suelo hecho un nudo. Como le hacía en la escuela. Pero mi hermano era tenaz y decidió romper las reglas pugilisticas y darme una tunda en el suelo. Los golpes me llegaban por todos lados hasta que grité por ayuda.

Eventualmente la ayuda llegó. No creo que haya sido muy rápido pero no recuerdo. Yo en el piso lloraba mientras mi hermano le explicaba a mi madre que me estaba enseñando a jugar el deporte y, por supuesto, a defenderme, que me hacía bastante falta. Mi madre estuvo de acuerdo con él pero lo conminó a que las lecciones siguieran después del desayuno. Me limpié las lágrimas con el guante -que solo las embarró mas- y nos sentamos a desayunar. Yo dejé comida en el plato sabiendo que mi mamá aplicaría la regla de que no me podía levantar de la mesa hasta que no terminara. Pasaron probablemente muchas horas porque mi entrenador se fue a casa de unos vecinos a ver que les habían regalado y mi madre siguió su rutina como si nada. Yo, castigado, en la mesa.

Creo que no terminé mi comida y mi madre mejor se aburrió de esperar y levantó el castigo -que para mi había sido una bendición y salvación-. Inmediatamente fui a esconder los guantes. Los cuatro.

Nunca aparecieron los deportivos instrumentos deportivos y mi hermano nunca preguntó por ellos porque ya había perdido el interés en darme las lecciones. Esas lecciones. Creo que no fui un contrincante a la altura.

Hoy en día ni veo el box ni me interesa, pero todavía me sigo preguntando en que carajos estaba mi madre pensando. De verdad.